Alma Delia Murillo
05/10/2013 - 12:00 am
Poquita cosa
He aquí tres fórmulas seguras y comprobadas para llegar a la infelicidad: querer ser el primero, querer ser el más grande, querer ser el mejor. Y se lo digo de una vez, querido lector, no hay garantía de éxito. Porque es probable que pasemos la vida intentándolo y que no lo consigamos. O peor, que […]
He aquí tres fórmulas seguras y comprobadas para llegar a la infelicidad: querer ser el primero, querer ser el más grande, querer ser el mejor.
Y se lo digo de una vez, querido lector, no hay garantía de éxito. Porque es probable que pasemos la vida intentándolo y que no lo consigamos. O peor, que quien lo consiga pague una de las facturas más cabronamente caras de la existencia: la soledad crónica. Por pura lógica, como dijera mi compadre el entendido, solo hay un lugar para el primero; desde esta concepción monoexitosa (qué feo suena) tomando una muestra de cien seres humanos, estamos condenados a producir un ser feliz por noventa y nueve fracasados. Algo anda mal.
Trataré de deshacer el entuerto para no dejar que el entuerto me deshaga a mí.
Es casi tribal el origen de esta tendencia natural a sentirnos subyugados por lo grande, lo imponente, lo fuerte y poderoso. Ante el volcán Vesubio yo también me arrodillo y lo vuelvo el Cíclope de mi mitología personal si hace falta. ¿Pero ante la terminal dos del aeropuerto de la ciudad de México con sus paredes de queso gruyère gigante o sus macetotas de cantera salidas como de un mal sueño?, ¿ante el inmenso panal galáctico del que hace gala su majestad Carlos Slim con el museo Soumaya? ¿o ante la estela de luz, emblema de la desvergüenza calderonista? O citen el monumento y obra pública que quieran: siempre guardan una impecable relación directamente proporcional entre el tamaño, lo feo y la cantidad de mierda que el funcionario público en turno quiere cubrir con su gran obra. Mientras más grande, más feo y mayor corrupción detrás. Es así y ya podemos vomitar bilis sobre nuestra declaración de impuestos anual que es la olla mágica de monedas de oro que patrocina todas esas calamidades.
Pero miremos hacia lo individual, hacia nuestros propios hábitos y deseos: las pantallas planas cuasi cinematográficas cada vez más grandes que nos empeñamos en meter a la recámara donde a veces ni siquiera hay el espacio suficiente para mirarlas con la perspectiva adecuada. “Te acostumbras, luego se te hace horrible ver en una pantalla normal”, decimos muy ufanos.
La caja idiota evolucionó a la pantallota idiota. Cuidado, en una de esas el tamaño de la tele también es directamente proporcional a la idiotez. Quién sabe.
Puedo seguir con las porciones de comida; los vasotes de refresco grande, extra grande y extra no mames grande. Los cuernos de reno gigantes que pronto veremos montados sobre camionetotas circulando en Reforma porque hay que poner de manifiesto el espíritu navideño, la felicidad que nos embarga y el poder adquisitivo.
Y basura, basura, basura. En cantidades descomunales, por toneladas.
Confundimos lo grandioso con lo grandote, como se dijo alguna vez de los pintores muralistas mexicanos. Juicio con el que estoy de acuerdo, dicho con todo respeto, respetote. No se vayan a ofender.
Pero siempre llega el momento en que lo grande revienta para volver a poner la materia en pedacitos. Desde el Universo mismo hasta las construcciones más ampulosas pasando por todos los imperios que ha habido en la historia. No veo la hora de que reviente el imperio gringo, con perdón (o sin él), le vendría tan bien a la reconfiguración del mundo y de la humanidad.
Regreso, ¿para qué angustiar a un niño diciéndole que tiene que ser el primero, el más grande o el mejor? Es horrible crecer escuchando ese mensaje, se convierte en fuente de incontables frustraciones y nada puede cambiar el hecho de que uno es quien es y que la posibilidad del brillo es absolutamente personal y que para llegar a ella hay que atravesar procesos únicos.
Habitando en lo pequeño hay permiso para ser felices de muchas maneras, con poquita cosa. Ahí donde lo que importa es el ser y no el lugar, hay espacio para todos.
Y no, no estoy ensalzando los antivalores del conformismo y la grisura, no. Cito a Francisco de Quevedo para que se queden tranquilos: “Apocarse es virtud, poder y humildad. Dejarse apocar es vileza y delito”. Que quede bien claro.
Pero revaloremos lo pequeño.
Una gota de lluvia aislada no es la lluvia, es la suma de todas las pequeñas gotas lo que hace ese espectáculo unas veces hermoso y otras devastador.
Un puntito de luz no es el paisaje de una ciudad de noche, son todos los puntitos de luz juntos. Los caminos de adoquines que tanto me gustan, son la presencia de una piececita al lado de la otra. O los rompecabezas, para quienes tienen esa pasión, que son fascinantes por el milagro de ver las partes convertidas en un todo.
El lenguaje mismo, que nos permite incluso ostentar un nombre, es la suma de cada pequeña letra convertida en palabras. Pero también hay un silencio para cada palabra.
Me gusta pensar que el equilibrio del Universo se sostiene por la relación entre cada expresión de vida microscópica y cada vacío milimétrico.
Vamos narrándonos la existencia de otra manera porque la vida con puros triunfadores y exitosos –créanme- sería invivible.
Dejemos la verdadera grandiosidad a los árboles o a su majestad el colibrí.
Y tomemos bocaditos de felicidad para no atragantarnos: un mazapán, un trozo de chocolate, un silencio. Un sutil gesto amoroso de esos que nos hacen sentir que somos únicos y que llevamos un pedacito de eternidad dentro y que, aún después de muertos, seguirá estando en nosotros.
@AlmaDeliaMC
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